TERROR
I. La bruja de Alajosh
Irenke Rázvan nació en Alajosh, un pequeño pueblo de Hungría, en 1683. La historia que se escucha acerca de ella está relacionada con la brujería. La apesadumbrada Irenke, era una chica sombría, gris, pero muy hermosa. Ya en esa época comenzó a ser evitada por todos y nació la historia de que era bruja. El rumor comenzó cuando se conoció que en el jardín de su casa ningún arbusto ni planta florecía; desde entonces comenzó a ser conocida como la bruja de Alajosh. Más aún, un funcionario del pequeño pueblo la acusó de ser bruja cuando comenzó a sentir repentinos y fuertes dolores abdominales cuando el pájaro negro del que ella era dueña, sobrevoló encima de él.
También solía decirse que si ella entraba en un bar o en un restaurante la cerveza, el vino, el agua o cualquier cosa que los pueblerinos estuvieran bebiendo, se volvía amarga.
Era tal el revuelo, que se había cerrado sobre ella una especie de maldición. Nadie la quería, todos la evitaban; es más, tuvo que labrar su propia huerta, porque ni siquiera querían proveerle alimentos.
Ella siempre estaba acompañada de su pájaro negro. Le arrojaban piedras si la veían cerca de alguna casa, pues decían que arruinaba las cosechas y producía enfermedades a los animales de granja.
Un día, Irenke murió, solitaria, tal y como había vivido. La gente comenzó a notar su ausencia y fueron a su casa, en las afueras del pueblo. La encontraron muerta, en su sillón. Parecía tranquila, había apacibilidad en su rostro. Las personas encargadas del servicio funerario hicieron lo que correspondía. Ellos sentían miedo por tratarse de una bruja a quien iban a sepultar, pero tenían que hacerlo.
Fueron tres personas a su entierro, uno de los dueños de la funeraria, el cuidador del cementerio y el enterrador. Ese día, al bajar su cuerpo a la tierra, hubo un tremendo temporal. Las fuerzas de la naturaleza parecían estar en discordia con lo que estaba sucediendo y su pájaro no dejaba de rondar por los alrededores.
Cuando todos se hubieron ido, el ave permaneció sobre su tumba, a pesar de la lluvia.
Pasaron algunas semanas y los sucesos extraños comenzaron a suscitarse.
Lo primero que ocurrió fue la avalancha de pájaros negros que parecían estar comandados por el ave que Irenke poseía; estos prácticamente acabaron con los sembradíos. A pesar de que lo intentaron, no pudieron matar al ave.
Después, se escuchaban llantos de niños pequeños, por las noches, sin que nadie estuviera llorando, en realidad; pero se escuchaban de todas partes, parecían brotar de las paredes, las casas, los comercios, el río, las plantas. Los parroquianos se tapaban los oídos, gritaban para tratar de tapar con sus propios gritos, los llantos que escuchaban. Cuando estuvieron a punto de volverse locos, los sonidos escalofriantes cesaron.
El pájaro negro siempre estaba sobrevolando cerca, como recordándoles todo el tiempo la muerte de su dueña, algo que no debían olvidar.
Después de este primer acontecimiento, la gente del pueblo encontró muertos, en sus domicilios, a las tres personas que habían participado en el entierro de Irenke. Parecía ser que estos habían fallecido no sin antes tener una experiencia terrible; ello se reflejaba en sus rostros y en sus cuerpos. Sus caras estaban deformadas como si hubiera n visto algo terrorífico antes de morir, las facciones habían perdido su forma original; los ojos, crispados, saltones, inyectados en sangre, como si su corazón se hubiera detenido justo en el momento de tener una visión horrorosa; sus bocas, abiertas y ladeadas hacia un costado, como si su último intento por vivir hubiera sido un grito sofocado.
Después de esto, la gente entró en pánico y, por estar cada vez más asustados, no discernían entre las medidas que debían tomar. Se sentían totalmente desbordados por una situación que estaba fuera de control; entonces decidieron hacer una reunión con los representantes de cabeza de familia más importantes del pueblo y los más ancianos.
Una sombra negra fue la primera en salir del cementerio, de la tumba en donde Irenke Rázvan estaba sepultada; pareciera ser que esa sombra se multiplicó, pues comenzaron a verse en cada casa del pueblo, en cada lugar; tenebrosas proyecciones oscuras del cuerpo se paseaban por todos los rincones en donde ella había estado.
El pueblo formó una comisión para acabar con esta situación que casi los hacía perder el juicio. Decidieron ir a la casa donde había vivido la bruja, quemarla y acabar así con la maldición.
Se reunieron y fueron hacia allá. Cuando llegaron a la casa, poco a poco, fueron aquietando sus ánimos, y los deseos de odio y venganza que sentían debido a lo que allí vieron. Las ventanas de la casa estaban abiertas y se podía ver en su interior, el hogar encendido e Irenke meciéndose en el sillón en donde había muerto, con el pájaro en su regazo.
Después de esta visión, la mayoría de la gente, espantada, huyó rápidamente; los pocos que quedaron se animaron a tirar sus antorchas alrededor y dentro de la casa. La vivienda comenzó a arder y los que habían iniciado el fuego se fueron horrorizados no sin antes alcanzar a ver cómo ella los miraba fijamente desde su sillón dentro de la casa y permanecía quieta.
Los sucesos extraños siguieron ocurriendo, entonces, por ello, tuvieron la idea de que el problema radicaba en la sepultura de la bruja. Fueron hacia el cementerio después de una semana; desenterraron el ataúd y lo abrieron. Los más viejos decían que había que cortar su cuerpo por la cintura y colocar una de las mitades boca abajo y que así la maldición desaparecería. Así lo hicieron y enterraron al pájaro con ella. Sin embargo, la maldición siguió, hasta que uno por uno fue asesinado y el pequeño pueblo quedó así, sin gente.
Dice la leyenda, que si la nombras tres veces, parado de espaldas a su tumba, su pájaro llega primero y luego ella aparece. Rázvan, Rázvan, Rázvan… ¿puedes atraparme?
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II. El niño fantasma
INTRODUCCIÓN
¿Has sentido alguna vez que no estás solo en la habitación? Tomás sentía esto a menudo; y cuando sucedía un escalofrío le recorría la espalda. Cada vértebra de su columna sentía una especie de electricidad de abajo hacia arriba, hasta terminar en la nuca. Miraba hacia todos lados y… nada.
Cierta vez, llegaba del colegio, al atardecer. La casa era grande y antigua. Eran
aproximadamente las siete de la tarde y esa hora comienza oscurecer en otoño. Abrió la puerta, entró y dejó su mochila en el piso, como hacía siempre.
-- ¡Mamá, ya llegué! -- Avisó, pero su madre parecía no estar en casa porque no hubo
contestación. Tomás encendió las luces y subió a su cuarto. Encendió la computadora y revisó su correo. Chateó un rato con sus amigos y no se dio cuenta de la hora ni de que su madre aún no había llegado.
El niño se cansó de la computadora y se recostó en la cama a leer un libro sobre cuentos de
terror. Le gustaban esas historias. Se había quedado a la mitad de uno de los relatos, la tarde anterior, que trataba sobre espíritus y fantasmas que quieren comunicarse con los seres vivos. Estaba acurrucado en su cama leyéndolo y estaba en la mejor parte cuando, de repente, se cortó la luz.
La habitación quedó totalmente a oscuras excepto por una tenue luz que llegaba desde el exterior. Tomás tomó una vela que siempre tenía mano en su mesa del luz y la encendió; en el preciso instante en que colocó la vela, con su platito, en la mesa, sintió una ráfaga de aire helado pasar a su lado, tanto que casi apagó la vela. El muchacho se asustó, miró la ventana y estaba cerrada.
Decidió tomar la vela y bajar para ver si su madre había regresado. Mientras iba bajando por la escalera, lentamente, porque temía caerse, sentía cada vez más frío y, de repente, una voz le susurró al oído; parecía haber dicho su nombre: --- ¡Tomás!
En ese momento, Tomás se asustó tanto que gritó llamando su madre y bajó tan rápido por las escaleras que no le preocupaba si se caería o no. Llegó a la cocina, volvió a llamar a su madre, pero ésta no se encontraba.
Cuando llegó allí comenzó a sentir algo raro, como si no estuviera sólo en la habitación.
Sentía otra presencia. Los vellos de la nuca se le erizaron, se quedó muy quieto, apenas respiraba. Se dio vuelta muy lentamente y lo vio, la figura de un niño como de su edad, pero muy pálido y con ojeras, su figura se recortaba en la puerta que daba al living. Tomás gritó mientras corría a esconderse en la alacena de la cocina y se hizo un bollito en el piso; pero, por desgracia, tampoco se hallaba solo allí. El niño que acababa de ver, estaba sentado detrás de él, y antes del próximo grito de Tomás, el extraño alcanzó a decirle:
__ No te asustes, sólo quiero decirte algo.
Tomás no hizo caso pues el susto que tenía era mayor que cualquier propuesta. Corrió nuevamente a su cuarto y cerró la puerta. Estaba de espaldas a su computadora y sintió un ruido muy extraño que provenía de ella; se había encendido sola y por los parlantes salía una voz difusa que le decía:
__ Sólo quiero decirte algo, necesito tu ayuda, porque no puedo encontrar a mi mamá.
Tomás pensó que ya no podía seguir corriendo por toda la casa a los gritos, así que decidió tranquilizarse y tratar de hablar con ese fantasma. Cuando Tomás le dijo “Está bien”, el niño salió de la computadora y se hizo presente. Le dijo:
__ Mirá, tengo un problema, no encuentro a mi mamá.
__ Bueno __ dijo Tomás, con la voz temblorosa __ decime donde vivías y, sí querés, yo te llevo.
__ Bueno.
El niño fantasma se aproximó a Tomás y le susurró algo al oído. El muchacho temblaba pero escuchó con atención todo lo que el otro decía.
Salieron de la casa y, guiados por el niño fantasma, caminaron una cuadra, dos, doblaron en la esquina hacia la izquierda y, en esa próxima esquina, nuevamente a la izquierda; una cuadra más y otra vez, a la izquierda. Caminaron dos cuadras más, el niño fantasma se detuvo y dijo:
__ Aquí es.
Tomás quedó absorto e impresionado. La casa daba mucho miedo. A pesar de esto, subió la pequeña escalinata y le preguntó al niño:
__ ¿Estás seguro de que es aquí? – Preguntó, con voz temblorosa.
__ Sí, aquí es.
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DESENLACE 1
Tomás presionó el timbre y, al cabo de un instante, abrió la puerta una señora, ¡Era l mamá de Tomás! La cara del niño fantasma se iluminó, en tanto que el rostro de Tomás seguía perplejo. El muchacho vivo intentó hablar con la señora, pero ella parecía no escucharlo, ni verlo. La mujer miró en todas direcciones buscando a quien habría tocado la puerta, pero, como no vio a nadie, la cerró, con tristeza.
Luego, Tomás miró al niño detenidamente, entrecerró sus ojos como para estar seguro, se acercaba, se alejaba y, ¡oh, sorpresa!... era él mismo, sino que más pálido y con ojeras.
Con una sonrisa, el niño fantasma le dijo:
--- Gracias, ya encontré a mi mamá---, le dijo el niño y entró en la casa atravesando la pared.
Tomás se quedó parado en el porche de la que había sido su propia casa.
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DESENLACE 2
Tomás se quedó un momento contemplando la casa. Era muy vieja y parecía abandonada. Algunos marcos, en la parte superior, tenían tablas de madera clavadas en los huecos de las ventanas. Estaba sucia, derruida por el tiempo, se notaban partes de revoque caído y capas y capas de distintas pinturas. A pesar de la impresión que tenía, tocó a la puerta de la casa. Esperaba encontrar a la mamá de Tomás pero, en realidad, no sabía cómo explicaría lo sucedido. Nadie abrió. Esperó un momento y, cuando estaba por retirarse, la puerta comenzó a abrirse sola, lentamente. Los niños entraron; Tomás se sentía cada vez más asustado. Los cuartos estaban oscuros, sólo se distinguía una gran escalera de madera negra en el recibidor de la casa. Los ambientes estaban iluminados únicamente por las tenues luces de una gran cantidad de velas que allí había. La casa era muy fría y se sentían crujidos de madera por todos lados. De pronto, se escucharon unos pasos que provenían de la escalera; eran lentos y pesados. Todavía no se veía quién venía, hasta que apareció: una mujer vestida con un largo atuendo negro, eran harapos, y el rostro tapado, con una especie de tul pero, a pesar de eso, podían verse dos puntos luminosos en lugar de ojos. Se movía lentamente y seguía bajando las escaleras hacia donde estaban los niños. Tomás quedó paralizado y mucho más cuando se fijó en las manos de la mujer que se apoyaban en la baranda de la escalera; tenía uñas larguísimas, deformes y negras, parecían garras. Ella llegó al final de la escalera, miró al niño fantasma y le dijo:
-- ¡Hijo, has llegado al fin!
Y el niño contestó:
-- Sí, madre; y mira lo que te he traído.
Entonces, la mujer se abalanzó sobre Tomás y se escuchó un alarido terrible en medio de la noche, al mismo tiempo que la puerta de la casa se cerró con violencia. Desde afuera, volvió a escucharse otro grito, esta vez más aterrador.
Nunca más se supo nada de Tomás, desapareció para siempre.
Dicen que ese niño, pálido y ojeroso, anda todavía de casa en casa buscando víctimas para ofrecérselas a su madre. Y ten mucho cuidado porque la próxima casa puede ser… la tuya.
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III. Escapada al cementerio
INTRODUCCIÓN
Cierta vez, uno niños de un pueblito del interior de Córdoba decidieron ir al cementerio del pueblo vecino, para presumir que eran valientes y que no le tenían miedo a nada. Para ello debían atravesar unos sembradíos, entre los dos pueblos. Decían que ese cementerio estaba embrujado. Las personas que trabajaban allí duraban muy poco tiempo en su trabajo; decían que, por las noches, escuchaban ruidos, voces, llantos y, además, veían cosas. Estas visiones eran sombras, figuras humanas que, a veces, entraban y salían del recinto sagrado.
El grupo de niños se aventuró a ir de noche. Cuando iban por la mitad del camino, escucharon un sonido extraño que venía detrás de ellos, como siguiéndoles. Se escondieron y lo atraparon; era el hermano menor de uno de los niños. El pequeño muchacho le dijo a los más grandes que quería ir con ellos, pero los mayores, aunque también eran chicos, no querían chiquitos en su aventura. Así que le dijeron que se vuelva. El pequeño se negó rotundamente diciendo que estaba muy lejos de su casa, pero en realidad era porque tenía mucho miedo de volverse solo.
Entonces siguieron caminando un tramo hasta llegar al cementerio. Allí, los más grandes decidieron hacer una pequeña trampita para librarse de él. Le dijeron:
__ Bueno, mirá, nosotros vinimos acá para jugar a las escondidas, así que vamos a contar y nos escondemos.
Así lo hicieron y fingieron que se escondían esperando que el niño pequeño jugara su parte. Cuando los mayores se dieron cuenta que el más pequeño había desaparecido de su vista, se reunieron rápido, comenzaron a reír y se fueron corriendo. Pensaron que seguiría escondido hasta el amanecer por el miedo que tenía el pequeño; pero no los molestaría más.
Siguieron caminando y escucharon un grito aterrador. No le dieron importancia, se rieron un poco y continuaron su camino. Al cabo de quince segundos, se volvió a escuchar otro grito esta vez más aterrador. A los muchachos se les heló la sangre, ya no se rieron y volvieron inmediatamente al lugar donde habían dejado al pequeño. Al llegar allí, vieron una fosa vacía, de esas que hacen para colocar los ataúdes; se acercaron y el pequeño yacía en el fondo. Lo que vieron fue espantoso; el cuerpo del niño se encontraba totalmente maltrecho y destrozado, las piernas quebradas, los brazos dislocados, y su cabeza dada vuelta. Los niños no podían creer lo que veían. Se quedaron pálidos y totalmente impresionados, muertos de miedo volvieron corriendo a sus casas y no tuvieron más remedio que explicarles a sus respectivos padres lo sucedido. Sentían que por su culpa el niño había caído en esa fosa y se había muerto.
Se formó un grupo de padres del pueblo que vinieron velozmente con linternas y antorchas que casi eran innecesarias porque despuntaba el alba. Toda la gente llegó y esperaba, tristemente, ver el cadáver de niño. Pero lo que encontraron fue la fosa vacía.
Lo que siguió fueron reprimendas, retos y penitencias al grupo de niños que había realizado la expedición y había participado en tan tremendo mentira. Por más que los niños aseguraban que era cierto, los padres los llevaron de vuelta al pueblo y los castigaron con la prohibición de volver a salir de su casa para jugar por un mes.
Sin embargo, el niño más pequeño no aparecía por ninguna parte del pueblo. Los mayores comenzaron a preocuparse y empezaron a considerar que algo de cierto tenía lo que los muchachos les habían contado. Comenzaron la búsqueda que duró mucho tiempo, pero sin ningún resultado favorable.
Con los años, los cinco niños que habían participado en esa broma hecha al pequeño, terminaron en un hospital psiquiátrico. Sus mentes alteradas decían que el pequeño niño se les aparecía todo desgarbado, tal cual lo habían visto en el fondo de la fosa. Y no sólo eso, también lo escuchaban llorar y gritar por todas partes del pueblo; eso sí lo escucharon todos.
Los cinco muchachos, ya adolescentes, que estaban internados en el hospital psiquiátrico decían que el niño se les aparecía siempre para castigarlos por haberlo dejado solo y por haberlo engañado y que, algunas veces, los golpeada. Lo que no tenía explicación para los médicos eran los moretones que aparecían en los cuerpos de esto cinco adolescentes.
La desaparición de aquel niño pequeño después de diez años jamás fue resuelta.
Nunca fue encontrado y su desaparición no tuvo jamás explicación alguna.
Pero sea lo que sea lo que lo mató todavía permanece en ese cementerio y debe ser algo espeluznante por la forma en que los otros niños describen haber visto el cadáver del pequeño. Lo que si aseguran los cinco de la aventura, es que el fantasma de ese niño está muy enojado y cuando se está así, no se distingue muy bien contra quien descargar la furia. Así que en el pueblo comenzaron a creer en la historia y comenzaron a temer que el niño apareciera y desquitara su venganza contra cualquiera.
Los llantos se siguieron escuchando en el pueblo, los gritos inexplicables, también. Estos parecían provenir de todas partes, no se podía distinguir de donde venían y algunas personas, a veces, sentían que los empujaban bruscamente y los hacían caer al piso. El espíritu de este niño, era un fantasma enojado y mucha gente se fue de ese pueblo para no volver nunca más.
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IV. La leyenda del espantapájaros
Era un día como cualquier otro en la granja. Una la tarde de otoño. Las espigas de los sembradíos ondulaban al ritmo del viento; éste silbaba constantemente y era el amo y señor del paisaje, pues era uno de los dos únicos sonidos de la zona. El otro, era el rechinar de los molinos; madera crujiendo y engranajes del metal oxidado.
La casa, era típicamente de campo, con techo de paja, construcción de troncos y humo saliendo de la chimenea, casi siempre. Esa era la única y permanente visión que tenía el espantapájaros. Todo el tiempo, todos los días, como una pintura que debía observar obligadamente. Una línea en el horizonte, recortada por las espigas y, en medio, la cabaña, al lado del molino.
Cierta vez, aparecieron dos niños entre la maleza de la cosecha hasta llegar donde estaba el espantapájaros. Éste se encontraba a cincuenta metros de la casa donde vivía el dueño, su creador. Cuando estuvieron a cinco metros de distancia de la figura, un niño de preguntó al otro:
__ ¿Esto es lo que te asusta? Es solamente un montón de paja con ropa y un sombrero. Mirá lo que voy a hacer. Este anillo me da poder __ dijo el niño.
El niño tenía en su mano derecha un anillo grande, de juguete, que había comprado en la tienda; tomó una piedra del suelo y se la aventó al inmóvil y desvalido espectador.
El montón de paja con forma humana tenía unos trapos ya derruidos por el tiempo y la lluvia. Un sombrero ajado, desteñido y con algunos agujeros. En las extremidades humanoides tenía bultos semejando pies y manos envueltas con plástico y atadas con hilo rústico. Lo extraño, era su rostro (si fuera humano), pues le habían hecho dos hendiduras semejando ojos y unas costuras en cruces en lugar de su boca. Parecía que miraba, y asustaba mucho desde la oscuridad y profundidad de su mirada.
Cuando el niño le arrojó la piedra, parece ser que el espantapájaros no estaba muy bien plantado en el piso, o estaba un poco descuidado, puesto que se cayó. Los muchachos se asustaron y se fueron corriendo. La tétrica figura quedó allí, tendida en el piso.
Se hizo la noche. El rugido del viento no había cesado, por el contrario se había hecho más fuerte. Y, así, se arrojaba contra la ventana del cuarto del niño que, esa misma tarde, había arrojado la piedra al espantapájaros. La noche era muy fría y el niño dormía plácidamente acurrucado en su cama. De repente lo despertó, sobresaltado, un ruido más fuerte, como si hubieran tirado una piedra. El niño se sentó en la cama, miró hacia la ventana y vio que unas ramas secas de un árbol muy alto afuera de su casa estaban golpeando el vidrio. Las sombras que se dibujaban en las paredes no parecían ser las ramas del árbol; el muchacho se volvió acostar pero no dejaba de mirar las sombras en las paredes. Empezó a sentir miedo y no podía volver a conciliar el sueño. Pronto notó que esos dibujos en los muros tomaban una forma conocida, casi humana. Sus ojos bien abiertos escudriñaban cada línea hasta que la vio: era la figura del espantapájaros dibujada en las sombras de la pared. La proyección oscura se hizo cada vez más grande y no pudo salir ni una palabra de la boca en el rostro horrorizado del niño hasta que dejó escapar un grito que inundó toda la casa.
Los padres del pequeño acudieron inmediatamente a la habitación para ver qué le había sucedido a su hijo. Cuando entraron, el cuarto estaba vacío, miraron en todas direcciones y no lo encontraron; miraron su cama, estaba desacomodada y revuelta y, desconcertados, observaron unos trozos de paja en ella.
Esa misma noche los padres del niño salieron a pedir ayuda. Se reunieron algunos vecinos y se abocaron a la búsqueda del chico perdido. Buscaron, buscaron por todas partes, con perros, con linternas; pero nada encontraron.
Cuando estaban ya cansados y casi era el amanecer, comenzó a escucharse, muy particularmente, el ladrido de uno de los perros; siguieron el sonido del animal hasta llegar a donde éste se encontraba. Todas las personas quedaron asombradas cuando se dieron cuenta que habían formado un círculo alrededor del espantapájaros del vecino. El perro le seguía ladrando a la figura. Los allí reunidos comenzaron a observar detenidamente y vieron que había algo extraño en ella. Su aspecto general tenía algo distinto, no era el de siempre. Uno de los hombres se acercó y lo tocó con una vara; nada. Un pedazo de plástico de una de las extremidades superiores de la figura se desprendió y todos observaron, espantados, que había una mano humana. Las mujeres comenzaron a gritar, horrorizadas; los hombres, retrocedieron. La madre del niño desaparecido comenzó a llorar y quedó arrodillada en el suelo pues reconoció el anillo de juguete de su hijo en esa mano humana que acababa de aparecer en la figura del espantapájaros.
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V. La mansión encantada.
Dicen que no existen los fantasmas, sino que son almas que vienen del más allá (purgatorio) para pedirnos que oremos por ellos.
Sucedió en una antigua casona edificada allá por el siglo XVIII. Los nuevos habitantes pertenecían a una familia muy adinerada constituida por los padres y su hija, Leila, de doce años. Esa vieja mansión tenía mucha historia pues habían sido muchas las personas que habían vivido en ella. Se contaba el caso muy particular de una pareja que había vivido allí, por el año 1890. Era un matrimonio que, se decía, había muerto en circunstancias que nunca fueron dilucidadas. Fue y será siempre un misterio para la policía y un desafío para los investigadores.
En aquella época encontraron a la pareja muerta, cada uno en una habitación distinta, en la cama, sin ningún signo de violencia aparente. Tanto el hombre como la mujer habían muerto con una expresión de horror en sus rostros y los cuerpos ubicados bien en el centro de las camas con los brazos extendidos en cruz y las piernas un tanto separadas; los dos cadáveres en idéntica posición. Lo curioso fue que, al hacerse las autopsias, descubrieron que los dos habían fallecido a la misma hora. Nunca se descubrieron las causas de las muertes; hasta llegaron a atribuírseles orígenes sobrenaturales.
Se llegó a saber que las familias que, subsecuentemente, vivieron allí, siempre dejaban la vivienda sin dar razones de por qué lo hacían. Pero lo cierto es que no duraban mucho viviendo allí.
Esta nueva familia estaba muy contenta por haber adquirido una casa tan espectacular y con tanta historia; además era enorme y lujosa.
Tuvieron problemas, eso sí, para conseguir personal de maestranza. Casi nadie quería venir a trabajar a la mansión debido a los rumores, así que la paga que debían ofrecer debía ser muy buena.
El cuidador de la casa era mayor y el único que había permanecido allí durante el tiempo de estadía de las últimas cuatro familias. Él decía que estaba acostumbrado a convivir con los fantasmas.
Solía decir que los ruidos de cadenas y risas en los subsuelos eran frecuentes y el señor y la señora que circulan por los pisos de la parte más antigua de lo que fuera la casa de los López Littori, a principios del Siglo XX, eran los fantasmas que aún hoy atemorizan a los habitantes de la casona plena de recuerdos.
Decía que por las noches, aún hoy, ni siquiera los guardias se animaban a bajar a los pisos inferiores de la centenaria edificación, cuando los sonidos de la casa les hacían percibir cosas que en los monitores de vigilancia no se veían. Y también que no todos podían ver lo que se ve, y que sólo algunos de los habitantes son capaces de percibir los pasos sin eco en las antiguas escaleras de madera de la parte vieja de la mansión, y que unos pocos pueden sentir el frío en la piel cuando advierten la presencia de una mujer canosa que pasa rauda y diáfana por los pasillos y las galerías; a veces, ven a la mujer acompañada de un caballero.
Leila estaba en su cuarto una noche peinándose muy tranquilamente. Cuando estaba distraída mirando su cabello dejándose llevar por sus pensamientos, de pronto vio, reflejado en el espejo, algo que se movía. Se asustó y miró hacia atrás, no había nada. Entonces se volvió para seguir cepillándose el cabello, pero esta vez un poco más alerta e intranquila.
No les comentó a sus padres debido a que pensó que lo que había ocurrido la noche anterior no era nada de importancia. La segunda noche en la casa, también en su cuarto y, frente al espejo, como de costumbre, antes de acostarse, volvió a ver algo en el espejo; esta vez lo vio claramente y se asustó muchísimo: era la figura de una mujer con un vestido blanco y largo que parecía desplazarse en vez de caminar, como si tuviera patines en lugar de pies. Pasó muy rápido y desapareció. Leila miró al instante hacia atrás y no pudo ver nada. Ninguna cosa que se pareciera a lo que ella había visto reflejado.
Al día siguiente la niña contó a sus Padres lo sucedido, pero ellos, por supuesto, lo atribuyeron a la imaginación de la niña.
No pasó mucho tiempo hasta que la casa quedó vacía nuevamente pues los sucesos extraños seguían pasando. Las cosas se movían de lugar, había ruidos extraños, risas, a veces llantos. Esta vez, también los mayores comenzaron a escucharlas y verlas, entonces, se tornó imposible seguir viviendo allí.
Una vez más la gran mansión embrujada quedó vacía.
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VI. La chica en la ruta
Cierta vez, por una poco transitada carretera, se veía un auto circulando a altas horas de la noche. El conductor del vehículo, estaba cansado y, poco a poco, sentía que sus párpados se estaban cerrando por el sueño que tenía. Pensó en estacionarse y dormir un rato, pero tenía prisa en llegar a destino así que no se detuvo.
Por otra parte, la ruta era bastante monótona, rectilínea, y eso no ayudaba a que nuestro conductor se mantuviera despierto y alerta. Además, tanto a su derecha, como a su izquierda, el paisaje era llano y oscuro. No había luces, ni casas que las tuvieran, ni negocios, ni nada que pudiera llamar su atención. Había calculado llegar a la próxima estación de servicio en un tiempo determinado para cargar gasolina y comer algo.
Llegó a un punto en donde todo estaba más oscuro que en el resto del camino. Entrecerraba sus ojos para ver mejor pero, así mismo, le costaba diferenciar los contornos de la ruta; se confundían con el área de los pastizales que abundaban por ahí.
De repente, le pareció ver a un costado, un bulto blanquecino; lo pudo ver, apenas, sólo por las luces del auto. Pensó rápidamente, durante una breve fracción de segundos que tuvo, que se trataría de un tronco de árbol o una roca. Pero no era así. A medida que se fue aproximando velozmente, notó que se trataba de una joven con un vestido blanco y, para su desesperación e infortunio, cuando logró reaccionar, ya era tarde y atropelló a la muchacha. Sintió un gran impacto en su automóvil y notó que pasaba sobre algo. Enseguida puso sus pies en el freno lo que hizo que el auto diera unas cuantas vueltas hasta que quedó en la dirección contraria a la que venía. Se quedó un instante con las dos manos sobre el volante, los brazos, tiesos y los ojos cerrados, pensando en lo que acababa de pasar. Luego de esos segundos, logró recuperarse y se dirigió rápidamente hacia donde la chica había sido arrollada. Pensaba solamente en socorrer a esa pobre chica.
El auto había girado cerca de veinte metros hasta que se detuvo, entonces corrió hasta allí y buscó a la chica pero, para su sorpresa, no estaba. Miró en todas direcciones intentando localizarla. Nada. Pensó que, con las vueltas que había dado el auto, se habría perdido, que su sentido de la orientación había cambiado. Fue, entonces, en la otra dirección, ya que por el mal momento vivido y la angustia que sentía, podría haberse confundido. Además el paisaje no ayudaba, pues era igual por todas partes.
Después de buscar por todos lados, inclusive por los pastizales secos, no halló a nadie. Lo intentó por media hora. Ya muy cansado, comenzó a pensar que lo había imaginado todo; que, como producto de su cansancio, había tenido la ilusión de haber atropellado a alguien. Pensó en esto hasta que se convenció de que esa era la verdad, puesto que no lograba encontrar el cuerpo.
Decidió, entonces, proseguir su marcha. Subió a su vehículo y, aunque le costó hacerlo arrancar, para su alivio, no se había averiado. Logró ubicarse en el mapa, y siguió viaje.
Ya no se sentía adormecido ni fatigado debido a la experiencia vivida. “eso fue como un aviso”, pensó. Transcurrieron quince minutos manejando cuando comenzó a sentir algo extraño. Un frío súbito recorrió su cuerpo. Sentía algo raro pero no podía explicar qué podría ser. Entonces, en un movimiento repentino e inesperado, giró lentamente la cabeza sobre sus hombros y pudo ver a la chica vestida de blanco que él había atropellado, sentada en la parte trasera de su auto.
VII. El juego.
Es muy conocido el juego de la tabla ouija. Algunos lo toman como un simple pasatiempo, otros, como algo macabro y peligroso y hay quienes ni siquiera desean escuchar esa palabra. Sin embargo, todos sienten curiosidad por esa famosa tabla.
Cierta vez, unos amigos se reunieron en un galpón abandonado, cerca de un descampado donde solían jugar al fútbol, y decidieron aceptar la propuesta de uno de ellos de jugar con la tabla. El niño la llevó y comenzaron a “jugar” como normalmente se inicia. Preguntaron primero sí se encontraba algún espíritu allí. La copa no se movía ni ocurría nada raro en el lugar.
Los amigos decidieron abandonar el juego y cada uno se fue a su casa. Uno de ellos iba tarde en la noche, eran como las oo:oo horas de un viernes por la noche. Las calles estaban vacías, ni siquiera un ruido se escuchaba y la oscuridad, era casi absoluta; además hacía mucho frío. El chico comenzó a sentir que alguien lo seguía, se daba vuelta cada tanto para mirar, pero no había nadie. El muchacho seguía su marcha, volvió a darse vuelta, y allí estaba: un hombre muy alto, con una gabardina negra y un sombrero también negro. El hombre lo seguía al mismo ritmo, pero en cuanto el chico aceleró la marcha, el individuo también lo hizo. Estaban a unos veinte metros de distancia. El niño se paró en seco para ver que hacia el otro y, en cuanto volteó, allí estaba. Junto a él, y le susurró algo al oído: “No juegues con lo que no sabes manejar”. Después de eso, desapareció. El muchacho lo buscó por todos lados, pero no estaba, sólo las calles vacías y el silencio y el frío que lo había acompañado hasta el momento.
Cuando los amigos se encontraron nuevamente, el chico contó lo sucedido. Algunos no le creyeron, otros, lo tomaron muy en serio. No obstante, decidieron volver a hacer el encuentro para practicar el juego de la copa, nuevamente. Esta vez lo hicieron en casa de uno de los integrantes. Estaban solos, los padres del niño habían salido. Empezaron y, como era de esperarse, la copa comenzó a moverse a medida que los niños preguntaban cosas hasta que, en un momento dado la copa explotó, una figura negra atravesó la habitación y se sintió un ruido muy fuerte en la cocina. La vela que habían encendido se apagó violentamente, los chicos se dispersaron y fueron corriendo a la cocina para ver que había pasado. Cuando llegaron, vieron que todas las puertas de las alacenas estaban abiertas y la mercadería y cosas de bazar que había en ellas, estaba tirada, como arrojada al piso.
Volvieron aterrorizados al living, donde se encontraba la tabla, hicieron un círculo en rededor de ella y, sin tocar la copa, ella sola comenzó a moverse y leyeron: “Todos ustedes morirán”.
Cuando llegaron los padres del muchacho a la casa, los encontraron a todos los chicos, alrededor de la tabla, formando el mismo círculo; ninguno se había movido, de pié, el juego en medio. Estaban callados, no contestaban a ninguna pregunta y así permanecieron.
Lo último que se supo de ellos es que todos fueron internados en un hospital psiquiátrico y que, con los años, uno a uno fue muriendo en circunstancias que nunca se explicaron.
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VIII. La novia
Una noticia decía:
“Accidente en la ruta.
Ayer, a las doce del mediodía, hubo un accidente terrible en la ruta E 47. Una mujer de unos treinta años, fue víctima de un accidente automovilístico. Al parecer, dicha mujer habría salido huyendo en su vehículo a muy alta velocidad de su propia boda. No se sabe con exactitud cuál habría sido la causa, pero, al parecer, hubo una disputa en el momento de la ceremonia con su futuro marido y con algunos familiares de él. La futura esposa, después de ese altercado, habría dejado la iglesia en donde se estaba por celebrar el matrimonio antes de tomar los votos y habría tomado un vehículo para salir “como enloquecida”, según las propias palabras de la gente que allí se encontraba. Al tomar posición en la ruta, chocó de frente con un camión que venía en la dirección contraria.
Varias personas que vieron el incidente fueron testigos a la hora de declarar. No se sabe cuál habría sido la causa de la huida abrupta, pero, lamentablemente, ahora todos lloran la trágica muerte de la novia que no llegó a ser esposa”.
La ruta E 47 siempre ha sido peligrosa, por ello, Rubén Martínez la transitaba con mucho cuidado. Él era viajante, vendía productos electrodomésticos en varias partes del país. Ya era cerca del mediodía y estaba pensando qué iba a almorzar. Varios platillos deliciosos se dibujaban en su mente y no veía la hora de llegar a la próxima estación. Estaba muy tranquilo pensando en la costeleta con papas fritas cuando, de repente, un vehículo lo pasó por la izquierda a gran velocidad y, pudo ver cómo, pocos metros más adelante, ese mismo vehículo perdía el control yendo de un costado hacia otro y, luego, frenaba abruptamente.
El Sr. Martínez se detuvo detrás de aquél y se bajó del auto. Fue a ver si la persona que conducía se encontraba bien. Llegó hasta la ventanilla y vio a una mujer con vestido de novia sentada al volante. Le asombró muchísimo ver a esa altura de la ruta, en medio de la nada, a una mujer vestida de novia; pero, enseguida supuso que estaba llegando tarde a su propia boda. Rubén le preguntó si estaba bien. La mujer tenía su mirada fija hacia delante en algún punto del horizonte, como perdida; después de unos segundos, le contestó: “Estoy bien, gracias”, y lo miró brevemente. Sin decir una palabra más levantó un papel doblado que había en el asiento del acompañante y se lo dio a él. Entonces, ella arrancó y comenzó a conducir velozmente otra vez.
Rubén se quedó perplejo, pero, por curiosidad y con mucha extrañeza, abrió la hoja. La misma decía: “Por favor, seguime, no me acuerdo dónde era”.
El hombre quedó estupefacto. No entendía qué estaba pasando pero, sin saber por qué, fue rápidamente a su auto y la siguió. Continuaron el recorrido por diez minutos más, ya se acercaban al pueblo y a la tan esperada estación dónde Rubén pensaba comer. Comenzaron a verse una que otra casa, cada vez menos espaciadas. Cuando menos lo esperaba y totalmente intrigado, nuestro conductor vio que el auto de la novia comenzaba nuevamente, a perder el control y, otra vez, se detuvo abruptamente.
El hombre se bajó del automóvil y se dirigió, temeroso, al auto que tenía adelante. Volvió a acercarse a la ventanilla de la novia y le dijo que no había entendido lo que estaba escrito en el papel pero que la había seguido para asegurarse de que estuviera bien. La mujer no le contestó esta vez, seguía con la vista fija y perdida al vacío. Pasaron unos segundos y le entregó algo que estaba en el asiento del acompañante; esta vez era un folio con una hoja impresa en él. Él sacó lentamente la hoja y leyó: “Accidente en ruta”, como título; muchos otros detalles como si fuera un parte policial, pero les llamó la atención un subtítulo, casi al final de la hoja, que decía: “Testigos del accidente en la ruta E 47: Isabel Sánchez, Roberto Peralta y Rubén Martínez”.
Cuando terminó de leer eso se volvió para mirar a la novia y se desvaneció ante sus ojos. Retrocedió espantado y eso le hizo darse cuenta del lugar en donde habían estacionado: era el cementerio del pueblo.