CUENTOS FANTÁSTICOS
El mensaje
El hombre llegó agitado al palacio. Debía atravesar los pórticos que estaban custodiados por los enormes guardias; bestias poderosas que poseían tan gran tamaño como poca justicia y juicio. Éstos le cerraron el paso y le cuestionaron su presencia en tan sospechosa forma de entrada. El hombre, que apenas podía respirar, les dijo que traía un mensaje para el rey; y que era urgente. Los guardias se miraron y le dijeron que les diera el mensaje y que ellos se encargarían. El hombre les contestó que debía dárselo en persona. Los guardias echaron a reír y de un empujón corrieron al buen hombre que cayó de espaldas al piso. El plebeyo pensó cuál sería la mejor manera de entrar al castillo. La imperiosa necesidad de entregar el mensaje lo impulsaba. No podía saltar las altas murallas ni trepar por ellas. Tampoco podía sobornar a los guardias por que no tenía dinero. Buscó en su andrajosa vestimenta alguna cosa que tuviera de valor, algo que pudiera haber olvidado, pero no tenía absolutamente nada. Además, los guardias eran seres irracionales y fieles, su vida por la del rey darían sin pensarlo dos veces; para eso estaban, es decir, que tampoco hubiera podido comprarlos.
Entonces se le ocurrió la idea de disfrazarse. Con su gran afán y desesperación consiguió unas vestiduras más o menos elegantes y unas cajas muy bien atadas con gruesos cordones de plata. Llegó hasta la entrada y les dijo a los guardias:
__ Dejadme pasar. Soy mercader y traigo mis respetos para el rey junto con estos valiosos objetos que sólo pueden ser vistos por sus ojos.
Los guardias se miraron y se acercaron al comerciante.
__ Y ¿Por qué quieres regalarle eso al rey? ¿A caso para pedir algo a cambio? Debemos ver qué hay en las cajas.
Y violentamente tomaron las cajas y las abrieron. No había nada en ellas, salvo, trapos viejos y papeles, junto con unas piedras. Entonces los guardias miraron más detenidamente al hombre.
__ Tú eres el que intentó entrar ayer al palacio. Vete de aquí, antes de que te hagamos azotar y encarcelar.
El hombre se fue asustado.
Al otro día regresó, esta vez disfrazado de un gran guerrero. Hasta parecía ser más grande y fuerte por el aspecto temerario que había logrado con las vestiduras, galardones, casco y escudo. Exhortó a los guardias a que le abrieran paso.
__ ¿Quién eres? Nunca te hemos visto. ¿Para quién luchas? Tú no eres uno de nuestros soldados.
__ Soy del reino vecino y vengo a pedir al rey me permita combatir en sus fuerzas.
__ Nosotros le diremos.
__ Los códigos guerreros no lo permiten. Debo hacerlo personalmente. Ustedes deberían saberlo.
__ ¿Y dónde está tu espada? Un guerrero no puede... pero, eres tú otra vez, ahora sí te encarcelaremos.
El hombre se marchó tan rápido como podía correr su caballo y los perdió de vista.
Al día siguiente, reunió unas finas telas que consiguió de las cortinas de la casa de alguien y la convirtió en una túnica roja, larga y brillante; sobre ella un faldón bordó de suave satén con ribetes dorados; un gran cinturón y una larga capa púrpura. Con una lata pulida hasta más no poder confeccionó una corona y con un hierro pintado obtuvo su cetro.
Se presentó ante la guardia con aire soberbio y apático. Inmediatamente los guardias, después de una reverencia, lo dejaron entrar sin atreverse a preguntarse si quiera qué hacía el rey fuera del palacio y sin corte que lo acompañara.
El hombre, ya adentro, comenzó a caminar lentamente, y cuando se aseguró de que nadie lo veía, echó a correr en busca del rey. Atravesó el salón principal, perdió su corona; las eternas cortinas de terciopelo verde se agitaban a su paso. Llegó hasta el primer patio, cruzó el segundo salón y la bella capa se desprendió de su cuello. Corrió hasta las habitaciones principales, y perdió su túnica y su faldón quedando con sus andrajos; y llegó hasta el segundo patio. En el tercer jardín ya se veían las murallas que daban al exterior, entonces volvió porque se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Entró; el quinto salón vacío y hermoso, al lado de la cocina real. Se sentó un momento. Por la puerta apareció un sirviente y le dijo al hombre:
--- Su majestad, ¿se le ofrece algo?
Altos sueños
Cuando nació su capa era pequeña. Su color era algo transparente, pero luego se fue tornando rosado. Sus padres eran felices.
El niño crecía. Los vecinos lo miraban con ojos bondadosos y le sonreían pero, en cuanto él se daba vuelta, sus rostros se ponían serios.
Sus padres tenían grandes sueños para él. La capa fue tomando un tono cada vez más rojizo conforme avanzaba en tamaño y en edad - Dejó de ser niño y su capa ahora le llegaba a los tobillos y era ya de un tono bordó. Las miradas ancianas que habían sido bondadosas se tornaron confusas. Ya no sonreían.
Sus padres llegaban cansados todas las tardes cargando sus pesares más allá de sus posibilidades. Y murieron. El hombre de la capa (cuyo largo ya sobrepasaba los límites de su propio cuerpo), realizó un funeral sencillo. Los hijos de los vecinos, que ya eran adultos, asistieron. Cuando él llegaba en automóvil, triste, su capa todavía no, y tenía que enrollarla.
La casa le quedó demasiado grande. Miraba mucho por la ventana del tercer piso. Llegaba a planta baja y su capa todavía estaba arriba.
Los nietos de los vecinos, que ya eran bastante mayores, decidieron ya no mirarlo, por la ambición. Muchas cosas se perdieron por aquellos días.
El hombre decidió, un día, salir a caminar. Dejó atrás la gran casona, su lujoso automóvil y sus zapatos de ejecutivo. Era invierno, el camino era largo. Su andar, lento pero seguro. Su capa era increíblemente larga y se remontó, alto, en el cielo. Cuando iba a medio camino, ésta, que ahora era negra, se desprendió de su cuerpo y él cayó de rodillas con la mirada todavía fija en el horizonte que brillaba detrás de sí.
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Origen X
Y salía Martín. No sin antes voltear un par de macetas, pisarle la cola al gato y chocarse de frente la puerta del patio. Pero esa era su forma de salir. Ni hablar de su entrada en la casa: tropezaba casi siempre en el tercer escalón, se agarraba de la baranda, que estaba medio floja, y, como se daba cuenta de esto –– tarde porque, en realidad, lo sabía pero nunca se acordaba –– la soltaba rápido, pegaba un salto, se resbalaba en el porche y quedaba sentado en el piso. Sí, bueno, esa era su carta de presentación.
La modestia impediría que dijera que era torpe, pero sí que era muy inteligente y muy bueno. Tenía eso que algunos llaman falta de conexión con el mundo material que lo rodea. Como que sus brazos, piernas y movimientos corporales no pudieran encontrar (y la buscaba afanosamente) la concordancia con el resto del planeta. Todo le salía mal, desde un simple vaso de agua que le quiere alcanzar a la visita y se le cae en el vestido de ella antes de que llegue a destino y por querer ayudar a limpiar lo que ha derramado se le engancha el reloj y le baja el escote, al momento que quiere pedir disculpas, se agacha y le choca la cabeza, y, bueno... son cosas que pasan, (pobre idiota, torpe infeliz, siempre lo mismo) hasta escuchar a su novia, de casualidad, contándole a una amiga que ella no era masoquista ni dueña de un circo, pero que se había puesto de novia por una apuesta que había hecho para ver hasta dónde llegaba con él sin que se le cayera un piano en la cabeza.
Y, era así, no había nacido con suerte –– pedazo de estúpido, cuándo vas a aprender –decía su tío, que no era precisamente la calma ni la cultura hecha carne, pero que lo quería, a su manera. Sus tíos lo habían cuidado de chiquito, porque sus padres murieron en un accidente de auto cuando él tenía tres años. Amorosos los tíos, y… hacían lo que podían, pobres. Ellos ya tenían tres hijos, los primos de Martín, grandes valores, uno más maldito y más viborón que el otro. Vivían haciendo maldades y burlándose de su primo. Y, así y todo, el muchacho había sobrevivido y llegado sin gloria pero sin penas a la bienaventurada adolescencia.
Por suerte había conseguido trabajo en un lugar donde, por más que se le cayeran las cosas de las manos, las pateara sin querer o cayera sobre ellas –– como, por cierto, ya había pasado –– no las rompía, por lo menos: una fábrica de ropa de trabajo; él estaba en la sección empaque. Todo andaba bien, el dueño lo apreciaba. Hasta que un día por saludar a su jefe, que había bajado a la planta, levantó exageradamente el brazo, y movió la palanca de una máquina, que no debería haber sido movida, porque los tres mil pantalones de gabardina, que eran de un pedido de Rigazzio que debía salir al otro día, salieron hecho tiritas por la empacadora.
A Martín lo despidieron. Pero ese día algo más que el pedido de pantalones se rompió por ahí. Se cortó la paciencia, se quebró la esperanza de cambiar la suerte, de erradicar la torpeza de su vida y se agotó también cualquier explicación o justificación que pudiera darse a sí mismo respecto a eso, como por ejemplo: “tengo afectado el cerebro en uno de mis lóbulos o, qué sé yo; no coordino por falta de algún nutriente; o a lo mejor alguno de mis antepasados era así y yo lo desconozco”. Parece ser que se inclinaba por esta última teoría. Se decidió y dijo: “Voy a buscar el origen de mis desgracias, quiero cortar con esta mala suerte, que seguro es hereditaria”. Tomó una mochila, la llenó, se despidió de sus tíos –– Sos muy estúpido y naciste torpe, así que te tenés que cuidar el doble que cualquiera… (y lo pensaron bien) o el triple ––. Y se fue para encontrar su destino, y cuando se iba yendo se le cortó la tira de la mochila, se le enganchó en la baranda, la que estaba floja, quedó colgado de ella y se le cayó todo; así que tuvo que ponerse a acomodar las cosas nuevamente. Sus tíos se cansaron de esperar a que se fuera y entraron a la casa.
La destreza encarnada había averiguado cuidadosamente su ascendencia. Su árbol genealógico, por datos que había recabado, se remontaban a la ciudad de Paraná con el posible dato de un bisabuelo que tenía que confirmar. Había juntado fechas de nacimientos y defunciones y había podido armar parte del árbol genealógico. Llegó a Paraná, a la casa de una mujer que lo había atendido por teléfono y que lo había hecho muy amablemente; parecía ser una especie de prima o algo así; era la hija de la esposa de un tío abuelo suyo que había heredado unas tierras de su bisabuelo. La mujer lo hizo pasar y hablaba hasta por los codos. Dijo que le habían advertido, que tuviera cuidado, que podía ser uno que le quería impugnar la herencia del abuelo Ambrosio –– porque parecía ser que había tenido plata el viejo –– pero que ella, después de hablar con el chico se había dado cuenta de que no era así.
Él estaba buscando sus orígenes, nada más, no sería el primero ni el último en hacerlo. Tal vez, hasta pudiera ser que una explicación encontrara. La prima, tía abuela o lo que fuera le dijo que parecía ser que el viejito Ambrosio era hijo de un indio de la zona del Chaco, que se había llamado Huen – Purá, que quiere decir “que lo parió la suerte” o algo por el estilo, y algunas cosas parecían ir encontrando sentido.
Hacia allá fue y llegó a una especie de comunidad india o de descendientes de y empezó a preguntar, hasta que dio con un anciano que podía ser su abuelo por la edad que tenía; y éste le dijo:
–– Mi padre conoció a Huen Purá y vos quién sos –– Martín se presentó y le contestó que era el bisnieto.
El indio le dijo: –– Venir.
Había como unas tolderías pero más modernas porque parecía ser que los indios ofrecían y vendían cosas, cambiaban, no sé. Martín lo seguía al indio, sin este saber que la tira de la mochila se le había enganchado en el pantalón por culpa de un botón; el chico andaba por atrás despacito, como pisando seda, y el otro no se había dado cuenta todavía; entonces, en un operativo muy eficaz y discreto, etilo James Bond, (sobrehumano, para él), lo desenganchó, pero saltó el botón y voló hasta el ojo de una viejita que estaba en uno de los puestos y la indiecita, por taparse el ojo (porque le dolió), se hizo para atrás y se cayó quedándose sentada sobre su puesto de la tienda; cayó su toldo, que, como efecto dominó, empezó a empujar todos los demás toldos que había. Se hizo un silencio. Todos los indios estaban quietitos mirándolo y la viejita sentada en el piso todavía. El indio se acercó con su cara como de cuero curtido y sus ojos chiquitos, como que te están estudiando y, después de un silencio, le dijo:
–– Sí, vos sos pariente–– , le dijo, –– Vení.
Martín siguió al indio no sabía a dónde. El aplomo del hombre lo descolocaba. Su sabiduría le permitía ver que Martín estaba totalmente convencido de que su suerte o mala suerte tenía que ver con su ascendencia; y era tan fuerte su convicción que él tendría que ayudarle a arrancar ese pensamiento de una manera o de otra. Llegaron casi al atardecer a una especie de gruta hecha de piedra. El anciano recogió unas hierbas de un lugar no muy lejos de ahí, los colocó en una pequeña pirca que estaba delante de la gruta, y les prendió fuego agregándole un polvito que traía en su bolso cruzado. Comenzó a cantar y a elevar sus brazos mientras esparcía el humo. En un momento dado le dijo a Martín que se acercara y le indicó que hiciera un movimiento con sus manos, atrayendo el humo hacia sí. Martín así lo hizo.
Después de eso emprendió el regreso. Trató de encontrar alguna explicación o conexión en todo este asunto pero fue en vano. Un poco decepcionado, algo cansado.
Mientras Martín estuvo ausente en su pueblo, una noche, hubo un terremoto. Pocos destrozos, algunas casas rajadas, nada más. Lo más grave ocurrió en un solo lugar: se derrumbó el techo de la casa en donde vivía, pero sólo en su habitación, encima de su cama.
El hombre de los muertos
Los continentes se habían dividido. La masa helada, que había quedado en el norte, siempre amenazante, tocaba con su amalgama los miedos de la gente y los convertía en pensamientos cotidianos. Las personas habían cambiado. Ya no construían sus casas. Casi no dormían por las noches. Su comida era escasa. Los tiempos eran distintos. Los días y las horas ya no se contaban; no servía de nada. Se decía “día” o “noche”, nada más. Ya no se veían rostros tristes o alegres, porque todos eran iguales; tenían la marca de los nuevos tiempos. Un mundo para ellos.
Sus trabajos eran distintos. Su ocupación era sobrevivir. Si la intención hubiera sido la desigualdad y la desilusión, quien quiera que hubiese tenido ese propósito, estaría preparándose para darse un gran banquete. La ocasión hacía a la gente habitantes de un paraje desierto con el designio y la herencia de la herejía. Ellos mataban, saqueaban, reían. Tomaban cuanto querían, en un acto de permanente duelo a la decencia y al castigo.
Él apareció de la nada. Caminaba lentamente entre el polvo y la muchedumbre. Carne, tierra y confusión. Una maraña de gasa marrón y asfixiante envolvía los designios y los debilitaba. Sangre y destrucción, ruinas y sepulcros abiertos.
Él avanzaba, seguro, certero, con la tranquilidad del hombre absoluto, la única cordura en ese mar intrascendente, en ese mundo casi orgánico, casi ilusorio. El héroe perfecto, acompasado. Al unísono con los movimientos de la poca vida que quedaba. A un solo ritmo, todos miraron. Como magia, como el único ser sobre la tierra que estaba solo, realmente solo, pero lleno de una fuerza que ni si quiera su soledad equiparaba. Se movía entre los cambios verdaderos, esperados, deseados.
La gente está viendo a través de un espejo. Los sonidos del tiempo, la arena, el viento; él está mirando a través de los ojos de la gente. Como todos, como muchos, sólo corazones, mentes. Cuerpos llamando cuerpos. Los cambios se aproximan nuevamente, nunca, en realidad, se fueron.
Él seguía avanzando. Era lo que esperaban, era lo que querían. Y, sin duda, lo que necesitaban. Con movimientos tal vez exhaustos, tal vez medidos, levantó su mano en el viento y ésta acalló la impetuosidad y provocó la tardanza. Sería un soldado. Siempre para decir lo que tiene que decir, de manera calmada, embriagante; siempre para pronunciar su nombre, para establecer lugares, para crear un clima distinto, una reiteración de sus movimientos, aunque nunca serían los mismos.
El ansiado tormento de la esperanza, se presentó, sin quererlo, como un torbellino de latente perversidad. Todos están mirando a través de sus ojos. Están muriendo un poco, por creer. La impenetrabilidad de su voz, la que se imaginan, dilata las expectativas, detiene lo poco que queda de ellos, retrasa algunas horas de desdicha y mantiene en suspenso, un poco más, el tramo final.
Una batalla entre hombres y demonios. Entre huesos y espíritus, esqueletos y almas. Tomen sus lugares, no se pierdan nada de lo que va a ocurrir. Esta es la hora de la tan postergada inocencia, tanto como miles de años. Manténganse alertas, conserven la calma, no se dejen intimidar. Es el momento culminante, entre él y los otros. Será la guerra, será lo que debió ser, pero esta vez con más firmeza, siempre para decidir las nuevas cosas del pasado. Los mismos brebajes.
Todo se calmó; ellos están satisfechos. Las voces de gloria suenan saturadas, llenas. Entonces, podríamos, quizás, abrir otra página, para que las anteriores no sean opacadas.
Sobre lo que eran las calles hace mucho, mucho tiempo, cuerpos malditos tendidos, terminando de arder. Se puede sentir su respiración agitada. Por supuesto: ha luchado. No le preguntes quién ganó, jamás te lo dirá.
Sobre su corazón, una llama. Sobre su espalda, para siempre la eterna responsabilidad. Y en su mirada la infinita custodia.
Su esencia cansada se detuvo y ya no pudo. Cayó al poco tiempo, junto con el resto. La heroicidad claudica cuando se razona, porque el destino es un claustro del cual no se pudo librar. Nunca se bebe la misma sangre. Esta vez sus manos no tenían los estigmas de la pasión.
Laura Argenti. Derechos Reservados, Leyes 11.723 y 25. 446
Tema: CUENTOS VARIOS
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